domingo, 24 de mayo de 2009

¡Kansas, Kansas! (5): Rumbo a Nueva Orleáns



¿Sabéis qué es un Greyhound? Es el autobús icónico de la cultura norteamericana, ese que aparece en toda película que se precie. Pues yo me monté en uno para hacer el viaje Lawrence, Kansas-Nueva Orleáns, Louisiana. Si hubiera sabido lo que iba a durar la travesía y el personal que me iba a encontrar, no me habría subido, pero ahora me alegro de haberlo hecho: tuve experiencias muy enriquecedoras.
De los lugares por los que pasé recuerdo Topeka (capital de Kansas), Tulsa (Oklahoma), y poco más hasta que llegué a Dallas (Texas). Sí recuerdo que a poco de salir, un tipo con pinta de vagabundo intentó robarle un maletín a un tipo gordo con pinta de viajante con pocos medios, y este le dio tal sopapo con el maletín que el otro salió del vehículo con una brecha en la frente. Empezamos bien, me dije. Y al mirar a mi alrededor constaté que casi todos los pasajeros parecían pertenecer al hampa o a un cásting de Hollywood sobre películas de hampa y barrios bajos: me sorprendió la existencia real de esos tipos con gorra de lana, barba rala, jerséy grueso bebiendo a morro de una botella de licor envuelta en el papel de la licorería. Luego, al regreso, comprendí que mis alumnos se hubieran quedado horrorizados de que hubiera ido a Nueva Orleáns en autobús: era un deporte de riesgo. El bus en los EEUU es el único método de viaje para los pringados, como era yo.
La visión de Dallas al amanecer desde una colina fue espectacular: gran llanura en que espejeaban los reacacielos del centro. Precioso. Al entrar en la ciudad la cosa cambió, y más cuando tuve que esperar cinco horas al siguiente autobús. La estación de autobuses de Dallas no se la recomiendo ni a mi peor enemigo. Yo estaba sentado y a mi lado una india cadavérica con una bolsa perteneciente a un hospital de beneficiencia tosía casi en los estertores de la muerte. Grupos de aparceros mexicanos dormían en el suelo, y grupos de semiadolescentes negros entraban y salían del recinto dependiendo de si entraba o no la policía. Yo me pegué a un hippy gigantesco (melena rubia, barba, zuecos, unos cuarenta años) que parecía salido de los cómics de Crumb, con el que había coincidido en otras estaciones, y con el que empatizaba. Pero en un momento tuve que ir al servicio y... oh, my God, la naturaleza es tan sabia que puede expandirse hasta albergar hasta veinte litros de orina si la situación lo requiere. El trapicheo de papelinas y demás en el váter era espectacular: todo tiarrones negros que me miraban con desconfianza o desprecio o amenazadoramente. Abrí una de las puertas y me encontré a un tío cagando que me insultó floridamente. Salí escopetado, y esperé al bus pegadito al hippy, con el que intercambié unas palabras. Se rió con mi descripción de los servicios. Pero él tampoco fue.
De ahí en adelante, recuerdo haber parado en Shreveport (Texas) y Baton Rouge (Louisiana) antes de llegar a Nueva Orleáns. Y también recuerdo que durante unas veinte horas éramos tres blancos (no cuento a una niñita "cajun", es decir, una niña francoparlante de los pantanos de Louisiana) y 57 negros. Ahí noté lo que es el odio racial. Para los que se sentaban a mi lado yo era un ser invisible, inexistente. Intenté hablar con alguno de los varios pasajeros negros que estaban a mi lado (lo cual irritaba grandemente a un cow-boy que estaba detrás de mí, intentando ligar con la otra blanca, una mujer divorciada que llevaba conco días en autobús: ella se mostraba más condescendiente conmigo, por lo que pude entender de la conversación) y ninguno me dirigió la palabra, ni siquiera me miró... excepto uno, que echó el asiento hacia atrás y me pegó un susto. Pensó que le había insultado, y por mucho que le expliqué que no pasaba nada, estuvo dos minutos mirándome a los ojos, hasta que se giró y dijo "alright", y yo respiré tranquilo.
36 horas después de mi partida de Lawrence llegué a Nueva Orleáns. No sé si habéis hecho antes un viaje de 36 horas en bus, pero afirmo que a partir de las primeras 24, el efecto en el cuerpo debe de ser similar al consumo de alguna droga que desconozco: oía psicofonías en la música de mi cassette portátil, me salía la risa por estupideces, veía cosas raras en la carretera...
En la estación cogí un taxi a la casa de un tal Rudy Webber, amigo de una amiga de la facultad, un chico que hablaba español porque su madre era guatemalteca, y que se ofreció a acogerme esos días. El nombre de la calle no lo olvidaré: Carondelet. Era de noche y el taxi me dejó allí, en medio de la oscuridad en un barrio que podría haber sido el escenario de "Lo que el viento se llevó". Llamé al timbre y nadie contestó. Me entró el pánico: ¿qué hacía yo ahora, de noche, exhausto, sin dinero para un hotel, en una ciudad desconocida? Por fortuna, volví a llamar y se abrió la puerta. Estaba salvado.

1 comentario:

maritA dijo...

Greyhound y Amtrack son dos experiencias que merecen la pèna vivirse. La verdad es que es mu distinto entre estados, ahora mismo estos medios en estados sureños son la bomba. La migra para continuamente pidiendo papeles pero puede ser una buena alternativa en determinadas zonas del pais. Al menos eso me comnetaba la novia de un amigo cuandio estuvieron alli e hicieron un viaje entre las dos carolinas