miércoles, 13 de mayo de 2009

¡Kansas, Kansas! (2)

A veces pienso que atraigo las pequeñas catástrofes. Cuando pienso en un episodio que me sucedió en Lawrence, Kanss, es para confirmarlo, porque en Lawrence nunca pasa nada de nada de nada... y por algo que pasa, ahí estaba yo.
Un día de abril de 1986, estaba yo metiéndome abordo un desayuno americano, es decir, huevos fritos con bacon, zumo de naranja, pancakes con sirope de arce, cereales, tostadas y café. No, no es una novela de Enid Blyton: desayunaba eso porque después no volvía a comer hasta las siete de la tarde. Pues eso, que estaba yo tomando un frugal (que no frutal) desayuno cuando de repente miro hacia el patio trasero de mi casita de pionero y veo a un tipo negro (perdón, afroamericano) corriendo hacia esta casa susodicha. Me extrañó, pero más aun cuando oí coches frenando y súbitamente aparecieron en lontananza unos cuantos policías con esas tremendas escopetas que llevan en las películas, también dirigiendose hacia mi casita. Uy, uy, me dije. Dejé mi frugal desayuno a medias y salí escopetado por la puerta principal, en dirección al campus. Fue cosa de empezar a andar a toda pastilla cuando oí disparos. En ese instante opté por correr, más que por caminar deprisa.
Al regresar a casa, a eso de las cuatro, mi compañero de piso, Tim, me puso al día de la situación: un hombre de raza negra había intentado robar un banco; no lo había logrado, y huyó, justamente hacia nuestro domicilio, donde, pistola en mano, se ocultó. En ese momento me di cuenta de que había estado a un metro de un hombre armado, que pudo haber entrado en casa con la gorra, pues la puerta trasera era una de esas puertas mosquiteras de pacotilla que salen en las películas. Peor fue que Tim me dijo que la policía vendría a visitarme para comprobar que no estaba implicado en el caso. Ahí me entró el tembleque. Me imaginé a dos policías de dos metros con dos porras y dos gafas de sol RayBan obligándome a confesar que estaba implicado, y me entró el pavor. Afortunadamente, no vinieron. Al día siguiente salió en el peródico local una foto con un policía poniéndole el pie en la cabeza al atracador, que estaba tendido en el suelo, y otro poli sonriendo, ambos armas en ristre. Parecía la foto de un safari, pero el atracador distaba de parecer un león. Como mucho, un chacalcillo desnutrido. Creo que fue el primer atraco en Lawrence desde la época de la Guerra de Secesión (1861-1865). Y justamente, tenía yo que estar allí.
Asimismo, un día, Ángela, Tim y yo alquilamos una canoa para ir por el río Wakarusa (a la izquierda)., un río estracho y lodoso que lucía ese precioso nombre indio Todo iba bien, hasta que topamos con un nido de castores, nos embarrancamos en él, y la corriente nos arrastró, volcando la canoa. Yo tuve que nadar para recuperar la canoa, y noté en los pies el aleteo de los castores, por lo que corrí como Phelps. Conseguí; atraparla lo malo fue que después me hundí hasta la cadera en una orilla de arena blanda y grasienta que creí arena movediza. Perdimos la comida, los zapatos y algún jerséy que otro, pero sobre todo perdimos el orgullo, pues al día siguiente tuvimos que pagar los desperfectos al dueño de la canoa, que nos miró como a subespecies. Tim tuvo que caminar descalzo por los campos de Kansas hasta encontrar una casa con teléfono y poder conseguir un coche para regresar. Lo hizo. regresamos quemados por el sol, y con ese careto que muestro en la foto.

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