sábado, 8 de marzo de 2008

Yoshiro Tachibana




Inicio la sección "Pequeñas biografías de gente grande".







Un día, hace cosa de cuatro décadas, Yoshiro Tachibana llegó a Muxía por azar, justo el ía de la fiesta del Corpiño. No sabremos si fue la expresión gráfica de las emociones típica de los latinos, o si el primitivismo de aquellos ritos y aquella gente, o si el mismo carácetr agreste del paisaje lo que lo conmocionó hasta el punto de desear quedarse a vivir allí para siempre.



Construyó una casa colgada del Monte Corpiño, fundó una familia con su compañera Paz, y sus hijos Namia, Taro y Ziro. Plantó un árbol por cada miembro nuevo de la familia. Sabremos lo importantes que son los árboles para "Nino" (así le conocen todos). Y hasta hoy ha pasado sus días en Muxía, azotado por el viento, pintando cuadros.



Nino se define como artesano más que como artista. Para él, todo lo relativo a lo cotidiano ha de ser arte: las sillas, los enseres domésticos, las mesas, la casa en sí. La vida como arte y bohemia.



En la sala central de la casa hay un cuadro (el que aparece más arriba) en el que figura la siguiente inscripción:







Hombre que conoció



el centro del círculo



se sentó bajo un árbol



bajo el árbol de la vida



bajo el árbol que crece



en el centro del universo





Nino ha sido una gran inspiración para mí. esa inscripción y ese cuadro aparecieron en mi novela "Arroyo de Luna", y otro cuadro suyo, uno de mis favoritos, es un motivo recurrente (y la posible portada cuando se publique) en la novela "El Arlequín". Es el cuadro que encabeza el artículo. Y su misma vida es materia narrativa, por eso, tomándome muchísimas libertades, me permití escribir un relato sobre un hecho de su infancia que él un día me relató. Los detalles están literaturizados, pero queda la esencia. Este es el relato:




YOSHIRO
A Yoshiro Tachibana “Nino”

El niño Yoshiro oyó primero el estruendo de un motor. Después, vio asomar el morro del jeep y, finalmente, el vehículo completo se presentó ante él y los demás niños, que quedaron paralizados igual que si un gran dragón hubiera surgido de las entrañas de la tierra. Un soldado conducía; otro fumaba distraídamente a su lado; el tercero se aferraba a una barra, en pie sobre la parte trasera, como un auriga. Yoshiro clavó las pupilas en la estampa, detenida en un halo de irrealidad. Mikio hizo lo mismo, al igual que los demás. Había visto vehículos de guerra, pero ninguno como aquel. Había caído de repente desde un punto del futuro más lejano, se decía. Y no era menos destacable el uniforme de los soldados norteamericanos, con aquellos correajes, aquellos bolsillos de diferentes tamaños, cada uno con su específico cometido, o las botas sobre los pantalones de camuflaje, o el casco redondo y acolchado que llevaba el conductor, encajado hasta las cejas como si no hubiera acabado la guerra, y esas simpáticas gorras que gastaban los otros dos soldados. Algo tenía que ver ese uniforme con el hecho de haber derrotado al Imperio del Sol Naciente, sin duda.
Los tres hombres parecían divertirse con aquel despliegue de negros ojos curiosos y sumisos, inocentes, temerosos. La calle era de tierra, estaba encharcada por las últimas lluvias; las casas, tradicionales, ni pobres ni ricas. Solo unos meses atrás, esos mismos niños corrían a la colina al crepúsculo, para ver cómo la noche se alumbraba de rojo con los bombardeos sobre la gran ciudad, Osaka.
Los tres hombres hablaron. No. Habló solo el que fumaba. Para ellos, que nunca antes habían visto un jeep ni a un soldado norteamericano, resultó chocante oír su lengua. ¿Cómo era que ladraban? Porque aquellos sonidos se asemejaban a los gruñidos de un perro enojado. Los pocos adultos que no resistieron la tentación de salir de sus casas a contemplar la escena se hicieron la misma pregunta, pero al punto concluyeron que, si los vencedores eran canes, ¿qué serían ellos, los perdedores? Había que ser consecuentes con las derrotas.
Mientras tanto, el conductor movía la mandíbula constantemente, como una cabra ramoneando. Extrañamente, no tenía nada en la boca, si exceptuaban una miga blanca que saltaba por encima de la lengua. De pronto, el conductor hinchó los carrillos, y de sus labios surgió un globo blanco. Tres niños pequeños echaron a correr, muertos de miedo. Aquello era repugnante. Hasta aquel momento, nadie había imaginado que los invasores tenían ese procedimiento para inflar globos. Eran raros. Eran distintos. Pero no daban la sensación de ser malos.
El soldado que seguía de pie fue el que invitó a Mikio a subir al jeep. El niño, comprendiendo el lenguaje gestual del soldado, habría subido de no haber oído el grito de su padre vigilante, un hombre enjuto, moreno, descalzo, con el torso desnudo y una especie de azada al hombro. Había huertas cercanas pese a pertenecer a la gran ciudad. Entonces, invitó a Yoshiro. De haber estado presente su padre, también le habría reprendido severamente. Su padre había sido represaliado por el Imperio, y también por el nuevo gobierno títere, en ambos casos por la misma razón: era comunista. Gracias a sus enseñanzas, a Yoshiro no le tomó por sorpresa que el emperador, al ser derrotado, confesase no ser un dios, sino un hombre.
Yoshiro, libre de trabas, subió a la parte trasera del vehículo, rechazando la mano enorme del soldado. Se sentó contra un lateral, procurando no aparentar la intranquilidad que sentía. Ellos ladraban, y sus ladridos querían hacerle entender algo. Señalaron repetidamente un desnivel muy pronunciado, casi vertical, en la ladera de la montaña en que se asentaba el suburbio. Con gran barahúnda, el coche, en un abrir y cerrar de ojos, se encaramó a la cima de la pared. Yoshiro, desprevenido, se golpeó contra el metal del jeep al no tener donde agarrarse. El soldado que estaba de pie se agachó, y, en cuclillas, le habló con un lenguaje más dulce de lo que había esperado. Este no ladraba. Yoshiro se hallaba dolorido, aturdido, perdido. ¿Y si le estuviera diciendo que se lo llevarían de allí para siempre? El soldado aproximó el rostro a Yoshiro. Los ojos eran tan azules, tan grandes, con tan largas pestañas que pensó estar delirando. Daban ganas de lanzarse a nadar en ellos. El soldado metió la mano en el bolsillo y sacó algo.
―You okay? Some chocolate, kid?
Era un trozo de plata basta, pensó en un primer momento. Después, quedó atónito cuando vio que la plata era un envoltorio, y se dijo lo ricos que tenían que ser para envolver algo en plata, y además tirarlo al suelo del jeep, sin importarle nada. Debajo de la plata había algo de color marrón oscuro. Podía ser una raíz. No olía a nada reconocible. El soldado se lo acercó.
―Eat it boy. Come on, eat it! ―dijo, con una gran sonrisa, con unos dientes increíblemente blancos.
Yoshiro lo cogió en la mano, dubitativo. El soldado juntó los dedos y los dirigió hacia la boca.
―It’s chocolate! Eat it!
Yoshiro se atrevió a hablar. Dedujo que aquella palabra respondía al nombre del alimento que le ofrecía.
―Iret ―dijo Yoshiro, remedando lo que le había dicho el soldado, y mordisqueó el chocolate. Los soldados rieron. Los espectadores se miraban, sin saber qué sucedía―. Iret ―repitió, fascinado por un sabor inefable, indescriptible, irrepetible.
Bajaron la rampa escarpada, y dejaron a Yoshiro en medio de sus amigos. Mikio bajó la vista, envidioso de la suerte de él. El soldado de los ojos azules agitó la mano, y fue gritando “¡Iret!” hasta que se perdió de vista, como esos barcos que se alejan en el curvo horizonte.
Yoshiro nada comentó a sus padres sobre aquellos hechos: conservó ese secreto hasta el día en que, decepcionado, supo que aquella sustancia indefiniblemente deliciosa no se llamaba “iret”. Tuvo que arrojarla al baúl de las palabras perdidas, esas que, cuando somos mayores, en el momento menos esperado vuelven a nosotros, como perros fieles que nos hubiesen estado buscando durante toda una eternidad.
En esos días, la pasión por el dibujo y la pintura empezaba a abrasarle las venas. Poco más tarde, muy precozmente, sucumbiría a la pulsión sexual. Después, viviría una vida azarosa lejos de lo convencional: huiría de la constreñida sociedad japonesa, conocería mil lugares diferentes hasta echar el ancla inopinadamente en un pueblecito recóndito de la costa gallega, donde asentaría un hogar sobre una montaña y plantaría un árbol por cada hijo. En todo ese tiempo plasmó un universo de cuerpos de mujer, ruinas clásicas, árboles de la vida, soles y lunas, caballos alados, arcos iris, pueblos dormidos junto al mar. Pero no puedo dejar de pensar que esa galería de imágenes y símbolos son la vereda que se ha ido abriendo hasta conseguir recrear la explosión sensorial de aquel día lejano en que le dieron a probar el chocolate.


Fin del relato.



Si os han interesado los cuadros, Nino tiene un blog en el que podéis acceder a su obra. La dirección es: yoshiro tachibana.blogspot.com



Por último, me viene a la meoria una canción de Nacho Vegas (una de las mejores) en la que afirma que casi llegó a conocer a Michi Panero, y afirma que simplemente ese hecho es mucho más de lo que uno pueda soñar en mil vidas. Pues bien: yo he conocido a Yoshiro Tachibana. Eso vale por mil vidas.



A Paz

3 comentarios:

Anónimo dijo...

yo conocí a Nino cuando llegó a Muxia hace 40 años, y formamos parte de la misma pandilla,y como te puedes imaginar estabamos asombradas de como podia ser que a un chico que venía de tan lejos, que habia viajado tanto,tan moderno y avanzado, le pudiese interesar un pueblo tan atrasado y una gente tan sencilla.
Es muy querido en Muxia,por su sencillez, educación y poco afán de notoriedad.
nino, sabes q tus "viejas amigas" te queremos

Lirium*Lilia dijo...

Me ha emocionado mucho el relato.
Tuve la suerte de conocer a NIno virtualmente. Admiro su trabajo, su sensibilidad.
Gracias porque me has acercado algo que me permite conocerlo mejor.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Supe de Nino a través de su hija Namia. Yo fui su profesora durante un curso. Me ayudó a conocer y apreciar la filosofia oriental. Desde entonces le sigo la pista a su padre como pintor y como filosofo de la vida. Gracias Nino por tu aportacion a este mundo.