jueves, 6 de marzo de 2008

...y un cuento con tres lunas

Hoy os regalo (¡vaya regalo!, dirá alguno) un relato que empecé a escribir hace unos veinticinco años y fui modificando con el tiempo. Cuando lo escribí mi intención era crear una historia circular e inacabable. No se si lo conseguí. Pero creo que os gustará.


...Y UN CUENTO DE TRES LUNAS

El noble árabe estaba enamorado de una bellísima joven que moraba en la medina de una ciudad del desierto. Él sabía que era bella porque aquellos ojos negros y aquellas finas cejas en arco no podían mentir, y porque sus pupilas refulgieron, él lo notó, cuando se cruzaron con las suyas.
Su padre no veía con buenos ojos su encaprichamiento, pues opinaba que aquello no era amor. Él, al fin y al cabo, acabaría gobernando la comarca, y mejor sería arreglar un casamiento con la hija de un hombre de su mismo rango, o, por lo menos, un advenedizo adinerado. ¡Aunque fuera un comerciante! La medina, decía el padre, barbilargo y cascarrabias, no era lugar donde buscar o aliar fortunas.
Su madre callaba. Recordaba ella con dolor o resentimiento que al fin y al cabo su marido también se había enamorado de ella en la medina de su ciudad natal. Y no pareció importarle esto porque al poco llegó a un trato con el curtidor y se casó con ella. Habían sido felices mientras el dinero no abundó: más tarde llegaron otras esposas. Le habría gustado haberle echado en cara aquel desprecio, pero desgraciadamente ya no era más que una de otras, y ni siquiera la favorita.
El problema era que Omar desatendía sus obligaciones y su aprendizaje de las cosas útiles. Vagaba día y noche meditabundo por la medina, cada vez más apresado en la ansiedad de no poder verla y la posibilidad de que ya le hubiesen elegido marido. Omar no era ajeno a los ojos de las gentes de aquel dédalo, que miraban con codicia, con envidia, algunos con odio, los más con asombro. A él no le importaba, ni se paraba a valorar el peligro de pasear por aquellas calles angostas donde habitaban las más de las veces gente de la peor calaña: Omar quería volver a ver su rostro reflejado en los ojos de su amada. La medina se le antojaba una gran montaña horadada por cuevas que se intercomunicaban hasta posibilidades infinitas, un hormiguero gigantesco en cuyo santuario descansaba la hermosa y unívoca reina.
Una noche, después de discutir con su padre en el patio de las fuentes, salió una vez más a errar por las calles. Subió hacia la ciudad alta aún reteniendo en sus sentidos la fragancia del arrayán y el rumor del agua pronunciando nombres. Se detuvo en la esquina en que el amor lo hizo esclavo y permaneció sumido en sus pensamientos, cautivado por el halo fantasmal que daba la luna llena a la noche desértica. Tan ensimismado estaba que no se apercibió de la presencia de un hombre sin piernas que estaba sentado en un rincón a su espalda.
Omar, dijo el hombre, a quien la gente llamaba Medio-hombre. Omar se sobresaltó y tardó unos momentos en localizar la procedencia de la voz. Omar, siéntate aquí. Te contaré un cuento para que la noche se acorte y el pesar se mitigue. Omar, más sorprendido por la invitación que por el hecho de que supiera su nombre, accedió a sentarse al lado del inválido y procedió a escuchar su relato.
Dicen que no fue hace mucho tiempo, tampoco fue hace poco, en la tierra que llamamos del Norte. Allí, en Saraqusta, vivía la hija del rey moro. Se llamaba Zulema, y no era una mujer común. Sabía leer y escribir y montar a caballo. Esto, que escandalizaría a cualquier hombre temeroso de Alá, divertía sobremanera a su padre. Aun así, su carácter era tan fuerte y su obstinación tan indomable que ni siquiera él, el temible Yussuff, era capaz de doblegarla. Ella no lo temía. Aunque se le conociese como el Terror de la Frontera, su corazón paterno era demasiado blando para con la sangre de su sangre.
Un día Yussuff partió en una de sus expediciones al frente de sus guerreros. Se despidió ceremoniosamente de su mujer y su hija y desapareció tras una gran nube de polvo y ruido.
Esa noche Zulema hurtó las ropas de un criado y se dirigió al establo para montar su caballo favorito. Nadie sabía que todas las noches de luna llena galopaba hasta la frontera. Su padre la habría matado con sus propias manos sólo de pensar que pudiera caer en las garras de los perros cristianos.
Zulema se dejó llevar por el pasmo y la euforia de la velocidad, de sentir en su cara las crines al viento del caballo, de embeberse en su sudor, hasta que se dio cuenta de que esa vez había ido demasiado lejos. Al no reconocer el terreno consideró lo más prudente regresar. Se apeó del caballo y empezó a caminar en círculos para localizar las estrellas. Alá debía de estar enojado con ella, pues al instante se cubrió el firmamento de nubes y tanto la estrella del norte como la luna desaparecieron como si de un castigo divino se tratase.
A pesar de su valor estaba inquieta, y no fue zozobra sino miedo lo que sintió al oír el trote cercano de un caballo. Pensó en huir sabiendo como sabía que su corcel sería sin duda más rápido, pero no lo hizo. Allí, en tierra de nadie, estaba a punto de conocer a su gran, a su único amor. Él era un joven cristiano que se internaba en la franja por si encontraba algún ganado extraviado o los restos de alguna emboscada. Se apeó del caballo y habló a Zulema en su lengua. No pareció sorprenderse de hallar a una joven mora de noche en la frontera. Eso fue lo que le hizo enamorarse de él.
Se sentaron al lado de una hoguera que rápidamente improvisó él. Era una gran imprudencia: podrían ser vistos a gran distancia incluso en una noche así. Pero él mostraba el aplomo y la seguridad de los que han vivido demasiado para sus pocos años. Hablaron de sí mismos, de la vida, del tiempo y las cosechas, de todo lo que unía a todos los hombres, sin nombrar lo mucho que les separaba. Amanecía. Zulema ya no temía nada. Ni el pensamiento de su padre le parecía temible. Quedaron en verse a la noche siguiente en el mismo lugar. Antes de partir él le dijo a ella: espera, te contaré un cuento para que sueñes con él.
Un día, en la frontera, Bermudo divisó la columna de humo en el horizonte. Se temió lo peor, pero la realidad fue aun peor que sus temores. Corrió hacia el poblado, lastrado por el peso de la azada, rogando a su Dios barbudo por que nada hubiese sucedido, que fuese un pajar en llamas o la quema del rastrojo, que no fuese lo que en el fondo ya intuía. Pero el pueblo estaba en llamas, y su casa también. Delante de ella yacían los cuerpos inertes de Inés, su mujer, e Isabel, su hija.
Mientras las lloraba abrazándolas con todas sus fuerzas, pensó en Diego. Gritó su nombre mirando con aprensión cómo se derrumbaba la casa, cómo se reducía a unas pocas cenizas, tan poco era lo que poseían. Volvió a gritar y, para su asombro y esperanza, oyó algo indefinido, que podía ser una voz o también el crepitar de las llamas. Aguzó el oído. Ahora sí pudo distinguir con claridad una voz proveniente del pozo. Se incorporó, corrió para asomarse al pretil. Diego estaba allí dentro, colgado a duras penas de un hierro saliente.
No le dijo que no mirase a los cadáveres. Alimenta tu odio, le exhortó. Diego lloró como un hombre y como tal le ayudó a su padre a enterrar a las infelices mujeres. Sobre la tumba Diego juró venganza. A los pocos días lo vieron partir hacia la frontera.
Todavía era demasiado joven para esa vida, mas su espíritu se fue curtiendo con el cierzo de la llanura. Aprendió a cazar animales, a buscar abrigo en la noche y a eludir las patrullas sarracenas. Un día, sin embargo, se vio sorprendido a campo abierto por un grupo de jinetes moros. Sin montura no podía escapar, no había rocas ni montículos en que hacerse fuerte o guarecerse, así que tomó la decisión de vender cara su vida. Desenfundó el puñal damasquinado que había hallado cerca de unas tumbas infieles y se preparó a morir matando.
La suerte, el destino, o tal vez su Dios le fueron propicios. No estarían a más de cien pasos, el ruido de los cascos de caballos llenaba ese espacio, cuando vio que detenían su avance y súbitamente se batían en retirada. Oyó un nombre repetido: Al-Sidi. Se preguntó qué significaba aquella palabra que les inspiraba tanto terror durante unos instantes, los necesarios para girar sobre sus pies y divisar la mesnada de cristianos que se dirigía a él.
Por la noche, a la luz de una luna grávida y amarilla, Diego habló de sus andanzas con el lugarteniente de aquel hombre adusto e imponente al que los moros llamaban con temor reverencia Al-Sidi. Todos estaban asombrados con Diego, tanto que aceptaron que se uniese a ellos para ayudar en labores menores. Diego disfrutó gustoso de la compañía de aquellos hombres fuertes, valientes y atrabiliarios que en nada se asemejaban a la servil mansedumbre de los campesinos. Debería aprender de ellos hasta estar preparado para retornar a la frontera.
Nuño, el lugarteniente, le relató una historia oída a un prisionero moro para que así pasasen más leves las horas de vigilancia nocturna.
El relato hablaba de un moro rico cuyo primogénito no hacía más que soñar y fantasear con una mujer a la que sólo había visto, apenas vislumbrado, una vez en la medina. Él, que tendría que llevar el mando de la familia cuando su padre falleciese, descuidaba sus obligaciones para dedicarse a la contemplación y a la poesía. Su hermano, Alí, estaba furioso. Él sí que había heredado el carácter fuerte y voluntarioso de su padre. Él sí que sabía manejar la cimitarra, tratar con los notables, domar caballos, pero la ley paterna era inflexible respecto a los derechos del primogénito.
Un día Alí urdió un plan fratricida. Empezó a frecuentar la peor ralea de la ciudad a fin de preparar el asesinato de su hermano. Un hombre, propuso él, lo entretendría contándole cuentos, a los que era muy aficionado: debería ser un tullido para no despertar sospechas. Otro le clavaría una daga por la espalda. Le robarían ropajes y joyas con el fin de fingir un móvil distinto.
Una noche en que la luna llenaba el cielo, mientras el hermano de Alí escuchaba atentamente el relato del tullido (Medias-piernas, creo que le llamaban), el otro hombre lo apuñaló por la espalda. Alí apenas pudo disfrazar su alegría o disimular su previo conocimiento de la luctuosa noticia. Su padre sospechó, y después del entierro determinó que la herencia y la gerencia de las propiedades pasase a un sobrino. Días más tarde mandó a Alí al destierro de por vida.
Alí erró por muchas tierras hasta llegar al mar. En un pequeño puerto mediterráneo embarcó hacia Mayûrca, y de allí a Balansiya, y de aquí hasta el reino de Saraqusta. En Saraqusta se alistó como mercenario en las huestes del rey. En todas las expediciones regresó victorioso y cargado de botines que ofrendaba invariablemente a la hija del rey, de la que se había enamorado perdidamente. Ella no era como él creía que eran las mujeres. Tenía el don supremo de la suprema belleza aderezada con una chispa de locura: una mezcla alquímica que le hizo perder la cabeza a Alí como si fuera un bebedizo. Sin embargo, ella invariablemente rehusó a aceptar sus presentes sin siquiera dirigirle palabra alguna.
Con el tiempo, Alí comenzó a transformarse en otra persona ajena ya al resentimiento contra todo. Su amor, aunque no correspondido, lo cambió radicalmente. Incluso en una ocasión, durante una aceifa en tierras cristianas, perdonó la vida a un niño que, corriendo para escapar de la muerte, se fue a esconder en un pozo, él, que era el brazo derecho del temible rey, y en nada se había mostrado inferior a él en crueldad. Pronto dejó de ser guerrero, y con la venia del rey se le permitió permanecer en Saraqusta con rango de funcionario real para así compensarlo en algún modo por los continuos desplantes de su caprichosa, si bien amadísima hija.
Una noche siguió a la hija del rey. Había sabido por un criado que a veces galopaba de noche, temerariamente. Envolvió los cascos de su montura en trapos y la siguió sigilosamente, manteniéndose a cierta distancia. Veía volar su pelo y moverse su cuerpo sobre el lomo del caballo como haría una sirena sobre una tempestad. Se alejaba demasiado, pero aquello, lejos de preocuparle, le enardecía: ¡ojalá pudiese salvarla de los perros cristianos! Súbitamente se fue la luz del cielo. La oscuridad más penetrante invadió la frontera. Alí decidió aproximarse por miedo a perderla de vista, y fue entonces cuando oyó el trote de un caballo. Desenvainó su cimitarra.
Se arrastró por el suelo con el sigilo de una cobra, también con su instinto asesino, que parecía recobrar por momentos. Oyó la voz de dos personas y vislumbró el resplandor de una hoguera. Un joven de extraño acento hablaba con ella. La voz era amigable, no delataba peligro. Y se puso a escuchar.
Supo, allí, pegado al suelo, de todas las inquietudes y esperanzas de ella. Supo que no lo quería, que más bien lo despreciaba, que no tenía ninguna posibilidad de ser aceptado. Un claro se abrió en el cielo nocturno, y la luna iluminó por un instante el rostro del cristiano. Alí ahogó un grito de sorpresa. A pesar de su mayor edad y su incipiente barba, pudo distinguir nítidamente en sus facciones al niño cristiano al que perdonó la vida en aquel poblado en llamas. El destino se había reído de él, y él no tenía ya deseos ni arrestos para matar al joven. Alá lo había querido así, pues era imposible tanto azar. Volvería al desierto. Purgaría sus muchos pecados.
Alí se alejó con silenciosa pesadumbre. No llegó a oír lo que sucedió al amanecer.
¿Y qué sucedió?, preguntó Zulema mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Aún no ha sucedido, contestó él, sin mirarla. Zulema vio el destello de una gema. Era la empuñadura de su daga. Supo que el fin estaba cercano e intentó ganar tiempo de algún modo. Él no la dejaría marchar, estaba claro. Permíteme también a mí que te cuente un cuento, susurró ella. Diego clavó el puñal en la arena, a la expectativa. Miró hacia algún punto de la noche y dijo: sea.
Te contaré la historia de un noble árabe que estaba enamorado de una bellísima joven que moraba en la medina de una ciudad del desierto.

1 comentario:

Hausdorff dijo...

Con la boca abierta me he quedado...

Es genial! Cualquier cosa cíclica me apasiona :P jejeje