
Ayer maté a un personaje de la novela que estoy escribiendo. No entraba en mis planes. Pensaba salvarlo, o al final de todo darle una muerte gloriosa. Pero el teclado me sorprendió con su muerte. ¿Fui yo? No lo sé. Creo que en este punto la novela ha empezado a escribirse a sí misma, como me ha pasado otras veces. La novela acaba por apoderarse de la trama, y lleva la nave a su antojo: yo, como los músicos del Titanic, le pongo música a la historia mientras que la sala de máquinas hace que avance el barco. Poco puede hacer el autor ante esto. Mi personaje me preguntó por qué lo había matado. Él quería llegar al norte, reencontrase con su gente, e incluso buscar a su antiguo amor; me echó en cara el fin que le di, cuando había quedado tan contento de su papel en el primer relato en que apareció, Amaranta. Yo no supe qué decirle. Busqué eludir mi responsabilidad, volví a hablarle de los duendes que escriben la ficción, esos troyanos que te infectan y hacen de ti lo que desean. No me creyó. Ahora descansa en el enorme cementerio de mis personajes muertos, al lado de las vías de un tren, en una llanura desoladora, cubierta de arena. Ojalá algún día me perdone.