El otoño tiene buenos publicistas: la belleza de los árboles caducifolios (¿qué daría yo por estar ahora en Maine, New Hampshire o Osaka para ver ese espectáculo que vuelve cada año?), la melancolía dulce de las tardes, el inicio de la temporada otoño-invierno en el vestuario, el comienzo de la Champions... Pero el otoño me recuerda en cambio a esos poetas renacentistas que exaltaban a su dama, en todos los aspectos (dientes como perlas, ojos como zafiros, cuellos de garza...), cuando en realidad su dama, con casi toda probabilidad, medía 1'45 y casi carecía de cuello, tenía la boca llena de dientes podridos que exhalaban un hedor nauseabundo, y el sudor añejo, la falta de higiene y otras causas naturales producían unos fluidos que se concentraban en sus gruesos jubones, causando una antología del hedor. Ellos, por supuesto, también, o peor, pues es bien sabido que el hombre (casi) siempre ha sido más guarrillo que la mujer. Por eso los perfumes no fueron un capricho, sino una verdadera necesidad, en tantos siglos de buenos cristianos malolientes. ¿Por qué comparo el otoño con tal cosa? Porque el otoño supone asimismo el banderazo de salida a la astenia clásica de estas estaciones intermedias: desánimo, pesadumbre, cansancio y ganas de no ir a trabajar y quedarse viendo tirado en el sofá una sesión continua de cualquier cosa (siempre he sufrido estos efectos) y, además, al comienzo oficial de la alergia a los ácaros, cosa que también he atesorado yo, toda esta estornudante y lagrimeante vida que he vivido hasta ahora. Por encima, si tu equipo va mal, no hay nada que te levante de la postración (ya empezamos a remontar).
En fin, que dejémonos de visiones idílicas y centrémonos en lo positivo: el jueves cumplo cincuenta, o sea que ya habré vivido la mitad de mi vida. Y hemos ganado la Supercopa de baloncesto, por fin.
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