Un día una amiga mía me comentó los intríngulis de los verbos ser y estar. "Mira, Miguel, por ejemplo, ser buena y estarlo no tienen nada que ver: lo primero cansa; lo segundo, no, ni mucho menos". Yo reflexioné sobre esto (siempre dentro del grado de reflexión al que yo puedo llegar, claro, que es similar al de un búfalo almizclero), y me quedé pensando en aquellas clases de español que daba a alumnos norteamericanos en la universidad de Lawrence, Kansas: no acertaban con esos dos verbos ni por casualidad ("soy contento, soy bien, ella es en Madrid, la flor está azul..."); por lo tanto, colegí (dentro del grado de colección al que yo puedo llegar, claro, que es similar al de una rata-topo lampiña o farúmfer) que las palabras de mi amiga eran ciertas: tenemos un elemento distorsionador en el idioma, del que carecen casi todas las lenguas, y debemos hacer uso indiscriminado de él. Creo que tal vez sea el momento de reivindicar los cambios: el Estado acaso debería ser el Sido; el bienestar, el bienser (y el Estado del Bienestar, el Sido del Bienser). Yo, de entrada, antes de que se me adelante Ikea en una nueva campaña de las suyas, llamaré a la salita de estar "salita de ser": será mucho más que la república independiente de mi casa; será como una especie de cueva platónica, "aespacial" y atemporal, donde todos los que estemos, seremos... y viceversa.
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