Unas cuarenta personas son asesinadas cada día en México, tantas como en Irak, o Afganistán, o Sudán. México corre un riesgo cierto de desintegrarse como país y convertirse en una federación de cárteles del crimen, y en esto vemos un rasgo muy común en todo el mundo: la entronización del criminal como héroe popular. Es tan antiguo como las más antiguas sociedades: el prestigio del asesino, o del que se salta la ley por cualquier método ha sido siempre llamativo, un reclamo poderoso para la gente común, un espejo sombrío en que mirarse. Son los bandoleros de España, con sus romances, sus poesías dedicadas; son las Murder Ballads de Australia, que tan bien reflejó Nick Cave en un disco; es Bonnie and Clyde, el clan de los James, Capone, Lucky Luciano, son las maras, son las tríadas, son los yakuza, Barbarroja, El Jarabo, Chikatilo, Ed Gein, ... El mal fascina por las puertas que abre, sí, pero sobre todo por su poder intrínseco y omnímodo, por su transgresión máxima, que es tener en tus manos las vidas de otros, y acabar con ellas arbitrariamente. En México los narcos rinden un fervoroso culto a la Santa Muerte, y en Colombia existe la Virgen de los Sicarios, de modo que la muerte y el asesinato se amalgaman con la religión; muerte y religión, la mezcla perfecta, la más añeja, la más efectiva. Lennon imaginó un mundo sin religión, y murió asesinado por un hombre cuya religión era el propio Lennon. No sé si hay cura para esto: tal vez el ser humano tenga que evolucionar otros diez mil años hasta ser consciente del valor de una vida. Pero, ya lo decía Stalin sarcásticamente: la pérdida de una vida es una tragedia; la de un millón de vidas, mera estadística.
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