Esta foto fue tomada en los años treinta, en Buenos Aires. En ella aparecen mi abuelo Ramón (a la derecha) y su hermano Vicente. Es impresionante ver cómo los genes se perpetúan en las generaciones venideras. Esos rostros han aparecido ya en sus descendientes, y seguirán apareciendo hasta el fin de los tiempos (que será el año 2012, según el calendario maya). Yo me veo reflejado en los rasgos de ambos, quizás más en mi abuelo, porque mi tío abuelo tenía una complexión física de tal robustez que yo nunca aspiraría a tener. Se perpetúan la miopía, las caras alargadas, el pelo oscuro y rizado, una expresión moderadamente triste que nos acompaña en nuestro caminar cotidiano. Y me sorprende, además, el parecido de ambos con un escritor fallecido: el judío italiano Primo Levi. Yo creo que en los antecesores de mi familia paterna hubo sangre judía, estoy casi convencido. de hecho, más de una vez me han dicho que podría ser judío (me insistía en ellos una amiga de Santiago, Matesa, y también lo cree Joel Simkin, el marido de mi cuñada Vitu, también él judío, pero canadiense), aunque también en Grecia la gente se me dirigía en griego porque creían que era uno de los suyos, y asimismo otra gente cree que tengo sangre árabe: lo evidente es que la familia Otero no proviene de sangre celta, sino de sangre levantina, puede que mediterránea o de Oriente Próximo. Daría algo por tener una máquina del tiempo y saber cuándo y cómo fue la evolución. De dónde partió el primer miembro de esta centenaria familia que en este instante lleva el apellido Otero. ¿Saldríamos de Ur, de Sidón, de Marsella, de Mittani, de las colonias de la Magna Grecia? ¿Seríamos la bala perdida de un mercenario romano que le cogió gusto a Gallaecia? Qué bonito es imaginar.
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