viernes, 23 de mayo de 2008

Serbal de Cazadores



Este es, creo, uno de mis mejores relatos. En un principio lo concebí como algo aislado, pero finalmente lo integré dentro de la primera sección de Zabiega, titulada Historias de Zabiega; la segunda sección de este libro se titula Crónica del Traidor. Todas las historias están conectadas con Alas Negras, y mi deseo sería que en un futuro pudieran juntarse las tres secciones en un solo libro, aunque va a ser complicado. Obvia decir que Zabiega sigue, desgraciadamente, inédita.


En Serbal de cazadores el primitivismo de su personaje masculino concuerda a la perfección con la naturaleza que lo circunda. Ambos sienten la misma indiferencia hacia la vida o la muerte.









SERBAL DE CAZADORES



Era el mes de mayo en Zabiega, cuando la retama se adorna de flores amarillas y plateadas, y las cápsulas pardas del tojo se aprestan a exponer unas flores con el aroma del coco que se vende en las ferias. Él se aplastaba contra el suelo, viendo correr hormigas y arañas por los dedos sucios, de uñas renegridas, aspirando la fragancia de la lavanda, notando la aspereza de las uces contra sus pantalones, valorando los matices del serbal de cazadores que impregnaba de verde el contorno.
Ella no llegaba. Y tenía que hacerlo, siempre lo hacía. Al atardecer se encontraba con un hombre mucho mayor que ella, y allí, sobre la hierba fresca cercana al arroyo del alisal, daban rienda suelta a su pasión. Dos flechas amarillas cruzaron el aire, para perderse en la espesura. Eran mingolirones. Estos pájaros hablan poco, pero bien. Y traen suerte.
Las abejas y los abejorros emitían los últimos zumbidos del día, los grillos aclaraban la voz, la luz violeta se desparramaba entre los matorrales. No era el único hombre que había visitado el paraje de su mano. Había habido varios más, todos mayores que ella, mayores que él. Él tenía la misma edad que ella. Consuelo. Ella se llamaba Consuelo no sé qué más. Todos la llamaban Consuelo, como si lo demás no importase. A él le llamaban El Lobo, por el pelo enmarañado, por la sucia soledad, por su oficio de carbonero, que le obligaba a recorrer los montes en busca de leña, para después quemarla bajo un manto de tierra. Cuando llevaba el saco lleno del carbón, los niños huían presas del pánico, temerosos de acabar encerrados en él. Los mayores le tiraban piedras y le amenazaban. Se llamaba Dióscoro. Había dejado de ir a la escuela cuando su padre murió, congelado a la puerta de su casa, borracho como una cuba, en el helor de enero. Tuvo que hacerse cargo del oficio paterno Decían que su padre no había sufrido al fallecer, y a él eso le encolerizaba: quería que hubiese padecido lo innombrable por haberlos dejado abandonados, y más por haberles zurrado hasta cansarse todos los días de su maldita vida. Tuvo que ser un padre para los hermanos pequeños, y lo logró, pues todos le temían.
El viento del Sur agitaba los penachos de los alisos y los abedules. El arroyo bullicioso murmuraba, avisaba de algo. Notó un escalofrío y unas voces que se aproximaban.
Ella llevaba un vestido azul celeste sin mangas, con unas flores bordadas en la pechera, y unos zapatos fuertes, de cordones, idóneos para caminar. A lo lejos, podía parecer una niña. El hombre, un palmo más alto que ella, lucía camisa blanca y un chaleco negro. Tendría unos treinta años, pero el pelo estaba encanecido. Tenía patillas largas y una cicatriz en la mejilla, piel oscura y ojos árabes. Llevaba una gran medalla que destacaba en la camisa desabotonada. A aquella distancia no podía precisar tantos detalles: lo conocía de días atrás. Lo había espiado cuando regresaba a su casa, con su mujer y sus hijos.
Verde y magenta, brezo y carrasca, cerezos salvajes en la vaguada próxima. El serbal prendería de rojo el prado en agosto. Él conocía cada mata, cada hierba, cada hondonada o collado a los que el sonido acudía con mejor transporte.
Pero esa tarde se saltaban el guión. El hombre tiró de la muñeca de ella, que se mostraba reacia. Era caprichosa, mohína. El pelo largo y trigueño, los ojos claros, casi verdes, los labios llenos. La apretó contra él, los pechos grandes y redondos se aplastaron contra el torso duro de él; ella lo repelió con ambos brazos, frunció el ceño y la boca, escupió tres palabras. Él le dio una bofetada que la tiró al suelo, e instantáneamente arrepentido, se encorvó hacia ella a modo de disculpa. Se oían siseos, como los movimientos ondulantes de los liscanzos. Brillaba la medalla a la luz del atardecer. Una urraca alzó el pico, alerta. Consuelo, fuera de sí, forcejeó, aulló, se agarró a la camisa blanca. Él se desembarazó de ella, que lloraba. Consuelo, desconsolada. Nunca la había visto llorar. Se ponía fea cuando lloraba. Él se alejó deprisa, componiéndose la camisa manchada y rasgada, ignorante de que en el forcejeo se había desprendido la medalla, que guiñaba el ojo de cíclope en un lecho de brezo.
Él esperó a que el hombre desapareciese del escenario. Reclinada sobre el suelo, titilante, las caderas pronunciadas resaltaban más. Dióscoro había matado mil hijos en el páramo de las sábanas gastadas de su dormitorio, pensando en ella. Allí la tenía, a su merced. Inerme. Aspiró la fragancia de la salvia. Se despidió de las arañas y las hormigas tardías. Se incorporó. No había sol, no había sombra. Era su momento. Era el momento de El Lobo. Ella se sobresaltó al oír los pasos blandos. Se compuso. Sonrió. El Lobo, dijo, y soltó una carcajada hiriente. Se rió como se reía cuando notaba que él la miraba desde detrás de las cercas, desde las esquinas de las calles de Vega, desde las cañadas de los cerros, desde las escaleras a la salida de misa, compartiendo escarnio con sus amigas feas y gordas. Se rió como cuando el maestro le azotaba por no saber las cuentas. Se rió como se reía de los hombres que no la satisfacían, siempre allí, en el sucio tálamo de hierba, siempre en ese mismo lugar, y al cabo se iban desconcertados, avergonzados, alimentando un rencor. Él vio la medalla sobre el brezo y una idea cruzó su mente.
Sacó el cuchillo de una funda camuflada bajo la pernera del pantalón. El filo estaba sucio de la sangre de un zorro que había matado el día anterior muy cerca de allí. Un cambio del viento le trajo el hedor del cadáver gusarapiento del zorro. Ella no percibió ese olor hediondo. Ella solo vio la hoja de metal cuando estaba a un palmo de su vientre y, más asombrada que atemorizada, sintió la sensación urente de hierro en las entrañas. Abrió la boca sin gritar, abrió los ojos desmesuradamente, como queriendo evaluar el tamaño de su dolor, antes de que él le rebanase el cuello. Tardó poco en morir.
Él le cerró los párpados y pensó que la sajadura del cuello blanco no era más que otra de sus sonrisas. La despojó de toda la ropa. La hendidura de su sexo era muy similar a la que le había producido más arriba, debajo del ombligo. Se bajó los pantalones presto a hozar en ella como hacen los cerdos bravos. El vello púbico era trigueño, como el pelo. Dos láminas pardas asomaban del sexo cerrado. Ante la imposibilidad de penetrar el cuerpo sin vida, dudó si matar cien hijos más sobre la piel blanca como las sábanas de su cama, pero la sonrisa grotesca del cuello lo disuadió. No quería que se riese más de él, ni después de muerta. La golpeó repetidamente con el mango del cuchillo hasta causar moratones y heridas que apenas sangraban. Recogió la medalla de la mata y la encerró en la mano exangüe de Consuelo. De entre los dedos colgaba la cadena dorada pendulando con la brisa, suscitando la codicia en las urracas.
Antes de regresar a su casa, la miró por última vez. Pensó que las gotas escarlata, redondas y esponjosas, que asomaban de la herida eran muy similares al fruto de agosto del serbal de cazadores.

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