Además de todo, me espeluzna que los tres casos más llamativos y crueles de secuestros hayan sucedido en Austria, típico país aburrido, cuidado, pacífico... pero es que el horror se suele esconder tras parterres de peonías, vallas de madera perfectamente barnizadas y muros nobles cubiertos de hiedra. En Austria ocurrió lo de Natalia Kampusch, años secuestrada, sin poder salir de una casa; en Austria, también, el argumento de la película más sórdida, más repelente, más insoportable que uno puede imaginar, solo comparable a la de Fritzl: una madre encierra a sus dos hijas, de unos ocho y once años, creo recordar, en el sótano de la casa... durante quince años. Las niñas vivían en condiciones cavernícolas, ¡qué digo! ¡peor!, rodeadas de excrementos, hablando con los ratones (digo "hablando" para expresar la mutación del lenguaje que sufrieron, destino que compartieron con los niños del sótano de Amstetten: el horror borra incluso las palabras). Esas niñas son irrecuperables, como será Natalscha Kampusch (en la foto de abajo a la derecha), como serán la hija y los hijos-nietos de Fritzl.
Y ahora Austria, patria de Freud, empieza a psicoanalizarse, según un periódico nacional, en busca de una respuesta a las grandes preguntas: ¿por qué aquí? ¿por qué tantos casos? Dirán que el recuerdo del nazismo hace que la gente no husmee en casas ajenas, de ahí que estos casos sean posibles. Es fácil recurrir al nazismo, es una gran tapadera. Yo creo que el hecho de que nadie, ni los vecinos, sepa de estos casos es simplemente consecuencia del encierro voluntario de los ciudadanos para escudarse del mal, es decir, del mundo, es decir, de "los otros". Un miedo irracional a todo, fruto de la sociedad desquiciada en que vivimos, que posibilita que vivas treinta años al lado de alguien sin llegar a conocerle la cara. ¿Es esto la evolución y el progreso de la civilización? ¿Es tan respetable la privacidad? Y existe una incongruencia, pues estos casos han sucedido en ciudades pequeñas, donde las relaciones sociales son teóricamente más fluidas que en la gran y pecadora ciudad.
Yo, por mi parte, prefiero vivir rodeado de cotillas, y ser yo mismo un poco cotilla, a encastillarme en mi casa y observar cómo los hijos de los vecinos desaparecen un día para siempre sin que nadie haga a sus padres una pregunta sobre ellos. Aunque, si lo pensamos bien, es parecido a lo que se hizo en toda la Europa dominada por los nazis: la gente miraba a otro lado, no quería saber de los vecinos. La diferencia es que en aquellos tiempos sabían en su fuero interno qué había sido de ellos, y sabían sus nombres, sus apellidos, cuántos eran y qué hacían. Ahora todo es mucho más fácil. Basta vivir en una casa unifamiliar para aislarte del mundo entero. Me viene a la mente una frase del playboy geriátrico Vilallonga, quien adoraba las baleares porque allí nadie preguntaba, nadie se metía en tu vida. Le voy a coger miedo a las Baleares.
Asimismo poseo la evidencia de que lo maligno se reproduce de modos diferentes, dependiendo de las culturas. Por poner tres ejemplos, Gran Bretaña es el lugar donde los cadáveres de desaparecidos abonan las flores de sus mimados jardines (recuerdo un libro titulado "Felices como asesinos", de Gordon Burn, que narraba el caso real de una familia degenerada, los West (foto izquierda), que mató a ocho jóvenes, entre ellas, una hija de ellos y la prima de Martin Amis); España, el sitio de la llamada "violencia de género", donde los hombres matan brutalmente a sus ex parejas e incluso a los hijos de su relación con ellas, para después intentar suicidarse (deberían empezar por suicidarse, los muy miserables); Estados Unidos, el paraíso de las sectas religiosas destructivas que muchas veces acaban por armarse hasta los dientes y liquidar a quien sea, y de transtornados que atacan guarderías por supuestos traumas infantiles o adolescentes; Bélgica, edén de los pederastas. Hay más, pero otro día nos centraremos en el caso alemán que acaba de saltar a los diarios: infanticidios en masa en el rural teutón.
Pero volviendo al tema que empecé, creo que habría que obligar por ley en todos los países a vivir a la gente en bloques de edificios, donde el roce es inevitable. El caso es que han pasado sesenta años desde los campos de exterminio, y han cambiado las coordenadas. Ahora, en Europa central, el Horror, ese del que habló Conrad, habita en los sótanos de las zonas residenciales.
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