Si vais al Museo Antropológico Liste de Vigo, podréis ver un curioso objeto en el área sobre educación: la madera con la que se pegaba a los alumnos en la palma de la mano (por esa transferencia se llamó "la palma"). Esa palma era la homologada antiguamente por el Ministerio de Educación, con lo cual debo protestar: con la que me dieron a mí no estaba homologada; era de dos centímetros de grosor, no tenía la forma caprichosa de la homologada, estaba pintada de verde y siempre yacía guardada en el cajón del escritorio del profe, esperando a entrar en acción. Lo de la foto es una regla, que también era muy recurrida cuando no había objetos homo- o semihomologados.
Me viene a la mente el rostro pálido de Ceferino, mi compañero de pupitre, y su exclamación por lo bajini: "¡Hostiá, la palma!" Esa invocación de la forma sagrada le sirvió para una ración doble.Y ahora recuerdo aquellos días en que el profe se cabreaba de verdad, y recurría a un método que presagió la democracia por venir: el castigo colectivo, independientemente de tu clase social, tus notas, tu aspecto. Eran momentos de tensión, similares a cuando el toro va a salir del toril, cuando el profe iba desgranando la lista, empezando por los Álvarez y acabando en los Vázquez. Salir a la palestra y esperar el momento del palmazo era aterrador: no era el pasillo de la muerte, ya, pero para un niño mucho no podía diferir. A los primeros de la lista les quedaba la palma de la mano como la de un pelotari navarro; a mí, al empezar mi apellido por "O", generalmente me tocaba menos energía palmatoria, pues tras veinte palmazos, el brazo se le iba cansando. Lo malo era que a veces empezaba por el final de la lista.
Siempre había los especialistas, que proponían métodos infalibles para no sufrir dolor: untarse la palma de ajo, no respirar (como dicen que pasa si tocas ortigas, jua ,jua), invocar a Belcebú, rezar en silencio dos avemarías. No funcionaba. Por fortuna yo viví solo los últimos coletazos de esas brutalidades. Sí, debo decir, tuve la desgracia de conocer a un infausto maestro que disfrutaba golpeando, tirando de las patillas e incluso haciendo sangrar a sus alumnos; su nombre de pila empezaba por efe. Un miserable. Y tuve la fortuna de no ir a un colegio de curas donde fue mi hermano mayor. Un día mi madre descubrió que tenía las piernas marcadas de varazos. Hubo que parar a mi padre para que no matara al responsable. A mi hermano lo sacaron del colegio y vivió feliz en un instituto público, pero nunca ha olvidado la increíble crueldad de los castigos de aquellos curitas beatíficos..
2 comentarios:
Estoy en contra de lo que se hacía antes. Era excesivo. Sin embargo, muchos de los de hoy en día se merecían llevar un par de reglazos, lo malo es que ahora no se les puede ni toser a los alumnos. Ni el extremo de antes ni el de ahora. Seguro que a unos cuantos se le pasaba la tontería y la chulería si el profesor le dejaba la cara roja!!!
Ganas no nos faltan, créeme.
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