Hace un mes acabé la que será, muy probablemente, mi última novela. Su título, El asedio, es el reverso de mi situación literaria, es decir, no me asedian las ofertas de las editoriales, ni mucho menos. Hoy en día, dada la situación económica y dadas las tendencias de lectura y compra, es prácticamente imposible publicar nada, a no ser que ya estés dentro del círculo interno de cada editorial. Por tanto, hago recuento de lo que he escrito hasta ahora:
En novela breve, "Nausícaa", "Arroyo de Luna", "Alas Negras" (premio Felipe Trigo 2001, publicada en Algaida, 2002) y"El Asedio"
En novela larga, "Detrás de un retrato" (Editorial Hontanar, 2009), "El Arlequín" (lulu.com, 2009), "Ceniza y humo" y "Zabiega" (esta en realidad es una colección de relatos convertidos en novela), ambas inéditas, la mejor y más interesante baza que tengo.
En relatos, "Amaranta y otros cuentos" (Hontanar, 2009), aunque tengo una decena de relatos, cortos y largos, esperando en el archivo, muchos bastante mejores que algunos de este libro.
También hubo novelas fallidas como "La materia oscura", "Momentos Estelares (Hoka Hey)" y "Las tardes eléctricas" (que dio nombre a este blog), ninguna de ellas demasiado aprovechables.
Y ha quedado una inacabada, titulada"Regreso a la ciudad inundada". Este es el resumen de 1unos veinte años de escritura como novelista, y de treinta como autor de relatos. Ahora tengo una baza, que es la publicación digital de alguna de estas obras. Tengo que enterarme bien de esto, y ¿por qué no? Al menos que me lea alguien, porque por dinero no es, quede claro: en un futuro cercano, dados los márgenes ridículos que recibe un autor por las descargas legales ningún escritor podrá vivir de lo que escribe.
Una vez acabada, con casi toda seguridad, esta fase, debo proponerme otro reto. Y hay algo que me fascinaría: un programita de radio, de frecuencia semanal, donde pudiera poner la música que me guste y dar la brasa al oyente con anécdotas sobre lo que fuera. Sí, sí que me gustaría. Todo es proponérselo, dicen. Y yo me lo voy a proponer. Así, si dejo el blog, sería bonito poder seguir con mi público, ahora en las ondas hertzianas.
Pero estoy soñando otra vez, porque sé de buena tinta que es prácticamente imposible hacerse un hueco (tú hazme hueco que yo yaaa...) en ese mundo etéreo de las ondas. Soñemos. Y para soñar, esta baladita de David Gray, muy bonita en este atardecer nublado.
Y ya puestos, fieles lectores, os regalo este relato breve:
Un asesino anda suelto
UN ASESINO ANDA SUELTO
Nadie hablaba de otra cosa. El
asesino andaba suelto. La policía estaba desorientada: no era un asesino en
serie al uso, escogido o maniático: mataba a hombres y mujeres, de cualquier
edad y tamaño. Ese hombre caerá,
vaticinó un inspector de la policía a través de las ondas. Salomé oía las
noticias de la radio de un hombre tumbado en una hamaca en segunda línea de
playa. Cometerá un error: este lugar no
es suficientemente grande como para perpetrar estos crímenes y salir indemne
Desgraciadamente, seguimos buscando los cadáveres, si es que es cierto lo que
dice en las notas que nos envía. Fíjate, nos hacemos más famosos por el
asesino que por el turismo. Vaya calor, carajo. No hay quien pare. Su mujer
asentía mientras leía una revista de cotilleo, con las progresivas haciendo
equilibrios en la punta de la nariz. Tendrían unos setenta años. La mujer no
llevaba la parte superior del bañador: dos pechos grandes y aplastados caían
casi hasta el ombligo. Él, enjuto y arrugado, un bañador Meyba a rayas, subido
casi hasta las axilas. También ellos eran víctimas potenciales.
Salomé se puso la parte superior
del biquini y entró en el agua. No le gustaba bañarse en tetas, como decían sus
amigas. A ella eso de “tetas” no le gustaba decirlo. Le parecía ponerse al
nivel de los animales. También detestaba la palabra “preñada”. Ella no era una
vaca. El agua del Mediterráneo la engulló con dulzura. Ni te enterabas de que
entrabas, tal era la temperatura. Va a venir la gota fría, dijo el señor de la
hamaca a gritos para sobreponerse al ruido de los chapoteos y los niños
aullando fuera de control. Salomé, oteando desde el agua, hizo visera con la
mano; notó que a diferencia de otros
años, en que los niños copaban el frente de las olas a sus anchas, los padres
nunca perdían de vista a sus hijos. Incluso el marcaje entre cónyuges era tan
férreo que ese verano quedaría marcado por la ausencia de infidelidades. Si uno
se escapaba del ángulo de visión, ya el padre o ya la madre se levantaban de
las hamacas llenos de angustia. Salomé nadó un rato hacia el fondo. El agua
estaba algo menos turbia. Sólo algo. Desde allí la playa era un hervidero de
personas. Quién sabe si alguna de ellas desaparecería esa misma noche. Miró
hacia el horizonte, y se dijo que si se
pusiera a nadar un día podría llegar a Alejandría. Imaginó bucear en su
ensenada y toparse con una estatua helenística con la efigie del gran
conquistador que dio nombre a la ciudad. O mejor, una estatua egipcia, con sus
jeroglíficos.
Regresó a su hamaca, se quitó la
parte superior del biquini y se tumbó
boca abajo. Notó unos ojos que se clavaban en ella. Las chicas notamos
esto, tenemos ese poder. Giró el ojo disimuladamente. Un hombre joven, de unos
treinta y tantos, la miraba de hito en hito. Era rubio, con pelo corto,
atractivo si no fuera por un bañador horroroso. Sueco. O alemán. Más
posiblemente alemán. No inglés. Los ingleses son unos callos. Y se tatúan hasta
los dedos de los pies. Éste no. Sólo un pequeño tatuaje maorí en el hombro. El
hombre disimuló, pero ella sabía que cada vez que ella desviaba la vista hacia
otro lado, él volvía a clavarle los ojos como tiernos puñales. Otra más,
exclamó el septuagenario. Acaba de informarse de la desaparición de una joven
inglesa. Veinte años, rubia, pelo largo, estatura
mediana, algo de sobrepeso, ojos azules. Su nombre es Megan Fletcher. Si alguien la ha visto…
Qué gilipollez, se contestó él, ¿cómo vamos a verla si estamos escuchando la
radio, y además está desaparecida? Otra más. Su mujer levantó los ojos de la
revista y frunció el ceño. Pues porque a lo mejor estaba borracha por ahí, y
desorientada: es lo que hacen los ingleses aquí, ¿no? Beber hasta desmayarse. Lo
raro es que no haya aparecido nadie todavía, ni rastro de ellos. Tanto muerto,
y ni saber dónde están, vaya ineptos. Salomé se fijó con horror en lo quemados
que tenía los pechos aquella mujer, y se preguntó cómo encajaría esas glándulas
afiletadas en un sostén. La gente que circundaba a la pareja de jubilados los
miró con cara de pocos amigos. La gente estaba allí para broncearse, bañarse,
beber y ligar si era posible. Nadie quería recordar los asesinatos, torturas,
desapariciones, aunque estuvieran bien presentes en su mente. A veces no
nombrar el problema es le primera solución aceptable. Salomé bostezó. Miró el
reloj. Mierda, tenía que volver a casa. Se puso la parte superior del biquini,
se irguió, se puso unos pantalones muy cortos y una camiseta de asas, que al
instante se oscureció con la humedad del biquini. Se calzó unas chanclas comodísimas
que anunciaba una modelo brasileña, colocó una especie de pañoleta multicolor
sobre la cabeza, cogió el petate y se dirigió a la pasarela de madera que la
llevaría, como una cinta transportadora, fuera de las arenas ardientes y dentro
del asfalto calcinante de la ciudad. Volvió a notar una mirada en sus espaldas,
ella lo percibía como si los ojos del que miraba tuvieran un láser incorporado.
En una de las calles se paró a
comprar una revista. Exactamente la misma que había estado leyendo la septuagenaria
en top-less. En la portada se hacía escarnio de personajes más o menos famosos,
captados en instantáneas embarazosas: una mujer rubia (asidua de programas
basura) con cara de estar absolutamente borracha y con un pezón que se escapó
del palabra de honor; otra mujer (una presentadora de televisión) en una
inauguración de postín con un enorme roto en las medias; un hombre (un
concursante de un reality) en
bañador, hablando con una mujer en la playa, con una evidente erección… A
Salomé le agradaba ver la parte no más humana pero sí más escabrosa de toda esa
gente que salía tan puesta y maquillada en las pantallas grandes y pequeñas. Un
hombre de edad hablaba con otro en una terraza de una cafetería horterísima,
que imitaba el Egipto faraónico. A veces paraba en ese café, más que nada por
cultivar su afinidad con Egipto. Salomé captó al vuelo las palabras: Los amigos
dicen que ayer por la noche no la vieron, y creyeron que se habría quedado en
la habitación del hotel. A saber… Salomé certificó que nada hay más excitante
para la gente que el miedo, incluso cuando tú mismo puedes ser el receptor de
este miedo, de este peligro que lo causa. Siguió caminando, esta vez por una de
las avenidas centrales de la ciudad. Un perro-flauta la llamó. Eh, Salo, suelta
pa’ un bocatilla y unas chuches pa’l perro. Estaba arrumbado contra una
palmera. El perro, en su misma postura. Salomé le dio una moneda de dos euros.
Él soltó una risotada grave y se puso a tararear una canción de Manu Chao: ¿Qué
horas son, mi corazón? En una tienda de electrodomésticos vio un teletipo en la
pantalla de un televisor sintonizado en el canal local: Ha aparecido una bolsa
de basura con restos humanos en el vertedero de la ciudad. Se paró a leer el
teletipo entero: La policía se ha personado en el vertedero, pero tendrán que
mandar los restos al forense… Suspiró. Dobló una esquina. Allí, en un callejón
a unos doscientos metros, estaba su bloque de apartamentos, mal llamado Bella
Vista, pues daba a otro bloque de apartamentos más alto que estaba en estado de
derribo. Fue entonces cuando de nuevo sintió la mirada a su espalda. Caminó más
deprisa. Tal vez era su imaginación. Las chicas también nos equivocamos.
Abrió la puerta del portal mirando
de reojo hacia atrás. Nadie. Antes de penetrar en el vestíbulo del bloque, echó
la cabeza súbitamente hacia fuera. Un hombre se ocultó inmediatamente en un entrante
de la calle. Fue una décima de segundo, pero podría jurar que era el alemán, o
sueco, de la playa, el del tatuaje maorí. Rápidamente subió las escaleras que
daban al rellano del ascensor. Tuvo suerte: allí estaba esperándola la máquina
elevadora, su luz iluminando precariamente la penumbra, como si la saludara
tímidamente. Entró, no sin antes echar una ojeada a las escaleras. Pulsó el
número tres e inmediatamente se percató de algo: había dejado el portal abierto.
Más que asustada estaba irritada por su torpeza. Y también cayó en la cuenta de
otro asunto: sobre la puerta del ascensor estaba el panel que indicaba en qué
piso se iba a detener. Pensó en parar el ascensor y pulsar hasta el último
piso, para así ganar tiempo. Desechó la idea. Su perseguidor no podría subir
las escaleras más rápido que la máquina. En seguida se halló en su planta.
Abrió con precauciones, como hacían los policías en las películas, aunque ella
no tenía un arma. Izquierda, derecha. Nadie. Eran cosas de su imaginación.
Estaba nerviosa, eso era todo. Tenía asuntos que resolver en casa, y no debía
perder la concentración. Parada de espaldas al ascensor, vislumbró la oscuridad del pasillo
que llevaba a su apartamento, el último a la izquierda. Prefirió no prender la
luz por si acaso, ese maldito interruptor hacía un ruido de mil demonios
al encenderse el fluorescente.
Súbitamente oyó pasos subiendo la escalera, pasos cada vez más cercanos,
sólidos, agigantados, pasos de hombre fuerte, de pies grandes. Se puso a andar
hacia las tinieblas intentando no hacer ruido. Alguien se había detenido junto
a la puerta del ascensor, y ahora dudaba
si ir hacia la derecha, donde estaban los apartamentos A hasta el D, o hacia la izquierda, donde estaban los
apartamentos E hasta la H. El suyo era el H, y se hallaba detrás de un recodo
en el pasillo, de modo que el hombre ya no la podía ver. Caminó de puntillas,
con el corazón encogido. Sacó la llave y abrió con pericia y rapidez. Cerró y
pasó la cadena. Respiró hondo. Buf, menos mal. Colocó una silla atrancando la
puerta, con la pericia de quien lo ha hecho muchas veces antes, y pegó el oído
a la pared, fina como una hoja de cuchillo, clásica de la precaria construcción
barata de los años setenta. Entonces sintió los pasos que se aproximaban, la
respiración de un hombre que farfullaba algo en un idioma extraño, que caminaba
a tientas y que, tras una exclamación ahogada, se alejó. Respiró aliviada.
Esperó un minuto hasta despegarse de la pared. Sí, se había ido. Se volvió
hacia la sala, tiró las chanclas al aire y se desnudó en la entrada del
apartamento. Le gustaba andar desnuda por casa, no por considerarlo algo
natural, sino porque le parecía algo muy
sexi. No en la playa, pues había demasiadas mujeres y era arduo destacar entre
tantos cuerpos, tantas pieles, tantas curvas tan variadas. A veces sentía
tentaciones de asomarse al balcón totalmente desnuda, y pensar en cómo algún
hombre se masturbaría pensando en ella, o en recibir con una bata de seda
transparente al típico comercial de seguros, o a un electricista, un fontanero…
como en las pelis porno. Le encantaba el porno, pero no se lo decía a nadie, lo
cual era estúpido, pues sabía que sus amigas también veían porno. Y tenían,
como ella, utensilios para el placer. Un secreto a voces. Era asidua del Tupper-sex. Fantaseaba muchas veces con
ligar con un actor porno, un tipo con una tranca de esas, descomunal,
utilizándola con ella durante horas, como si fuera una tuneladora. Además, le
gustaba hacer sus trabajos desnuda. No sabía la razón exacta, pero es que su
trabajo también poseía algo indefiniblemente sexi.
Sus pasos sonaban a palmípedo
sobre el suelo de madera desigual del apartamento. Se sentía pegajosa del agua
de mar. Entró en el baño y se dio una ducha rápida. Se secó a medias. Hacía
mucho calor. Observó las notas que tenía colgadas en un tablero de corcho: nombres
y fechas. Escribió un nombre y una fecha más en un post-it, que clavó en el
tablero con una chincheta. Era parte de su trabajo. Al lado del tablero había
una foto del templo de Abu Simbel, pegada con celo a la pared de gotelé. Notó
que donde estaba había quedado un pequeño charco del agua que le escurría del
cuerpo. Se sintió repentinamente excitada. Abrió la puerta de la pequeña
habitación que comunicaba con la suya. Sobre una cama había una muchacha atada
con correas y amordazada. A su lado, en una bandejita de metal, había una
jeringuilla usada. La chica parecía parpadear a gran velocidad, como si
estuviera despertando de un sueño pesado, como si fuera consciente en ese
instante de lo que estaba pasando, como si recordara que estaba en manos de una
persona perturbada.
Hola, Megan, dijo Salomé… Vaya susto: creí que me seguían, y eso no es
bueno: todo lo contrario, es muy peligroso para el trabajo que hago. Pero eso
ahora no importa. Mira, Megan, te voy a enseñar lo que tengo en este maletín.
¿Te gusta? Es que creo que debes adelgazar un poco, Megan, y este método es infalible.
Te sacaré una foto. Quiero que abras bien esos ojitos azules.
¿Os ha gustado?